Antonio
Giménez Martínez nació el 9 de junio de 1.929 en
La Zubia,
provincia de Granada, un pueblo situado a unos seis
kilómetros de la capital, entre la vega granadina y la
impresionante montaña de Sierra
Nevada. Antonio vino al mundo
cobijado por el paisaje de esa gran montaña, y en su
niñez y juventud muchas serán las excursiones y escapadas
que realizará a la sierra. El destino le guardará, que en
su madurez sea otra gran montaña, el Teide,
la que le proteja y
dé rienda suelta a su talento artístico.
En
1.936, y contando siete años, se trasladó a vivir a Granada
con
sus padres Andrés Jiménez Garzón y Clemencia Martínez Cáceres. La guerra civil española y sus
“efectos
colaterales” marcarán la vida del pequeño Antonio,
como todas las guerras marcan la existencia de los hombres, mujeres y
niños, a los que no se les permite vivir su vida y se les obliga
a vivir su muerte.
Comenzó
a trabajar de aprendiz en el taller de D. Benito
Barbero, ilustre escultor imaginero granadino, allá por el
año 1.942, a la edad de 13 años. En plena
manifestación creativa del llamado neo-barroco andaluz de la
imaginería religiosa del siglo XX, que resurge con gran fuerza
después de la guerra civil española, con sus escuelas
sevillana y granadina, D. Benito Barbero cuenta con uno de los talleres
de más prestigio en la ciudad de Granada, y recibe encargos para
la realización de tallas religiosas que más tarde
serán objeto de admiración y veneración por parte
de todos los granadinos.
Del
taller de D. Benito
Barbero salieron obras de arte religioso imperecederas como Nuestro
Padre Jesús Nazareno (1.938); el Santísimo Cristo de la
Salud (1.940), realizado para la Hermandad del Santísimo Cristo
de la Salud y San Juan de la Palma; y el Cristo Yacente
(1.940),
encargado por la Hermandad del Santo Sepulcro y Nuestra Señora
de la Soledad.
El
maestro tallista, pulió las manos y la sensibilidad de
Antonio, con los
primeros elementos que el hombre ha elevado a la categoría de
arte: la tierra y el agua; y le enseñó las técnicas del
tratamiento del barro, entre ellas a desangelar, amasar y modelar. Y
mucho debió “desangelar” Antonio, porque el
“ángel”, la gracia y la simpatía que
arrebató a aquel barro han perdurado en él durante toda
su vida.
Desde
los 14
años, compaginó su aprendizaje en los
talleres con sus estudios como alumno becario en la prestigiosa Escuela
de Artes y Oficios Artísticos de Granada, dirigida en la
época por el pintor D. Gabriel Morcillo Raya. Comenzó
estudiando forja y fundición, más tarde modelado y
vaciado, dibujo artístico, dorado y policromado.
Seis
años
permaneció en la Escuela de Artes y Oficios, y fueron sus
profesores: Nicolás Prados López (dibujo
artístico), Antonio Torres (modelado y vaciado), Manuel
Roldán (policromía y dorado), Benito Barbero
(policromía) y Joaquín Capulino (dibujo artístico).
En
1.947, D. Nicolás Prados López,
solicitó la colaboración de D. Benito Barbero como
dorador. Antonio acompañó a D. Benito al taller de Prados
López, y tanto le gustó a éste la forma de
trabajar del aprendiz aventajado, que ya no le dejaría volver
con su anterior maestro. En este nuevo taller estuvo trabajando hasta
marzo de 1.956.
Con
Prados López,
se inicia y perfecciona en la preparación del dorado y
policromado de las piezas, para seguir con el tallado de la madera y la
escultura de la piedra y del mármol. Se especializa en las
imágenes de niños.
D.
Nicolás Prados
López es autor, entre otros, del Trono
de Nuestro Padre
Jesús “El Rico” (1.942), del Trono del Santo
Sepulcro (1.945), del Trono de María Santísima del Amor
(1.946), del Trono o Paso de Jesús de la Amargura (1.947).
También a finales de los años 40, realiza el retablo del
altar mayor del Santuario de Nuestra Señora de la Fuensanta, en
Murcia. Antonio, una vez incorporado al taller del artista,
llegó a colaborar como dorador en este retablo. Asimismo,
colaboró en la escultura de Isabel la Católica con
destino al Teatro del mismo nombre de la capital granadina. Incluso,
sirvió de modelo a D. Nicolás, para las
esculturas de los pajes situados en la cornisa de ese Teatro.
En
abril de 1.956, entró en el taller del
escultor-tallista granadino D. Domingo Sánchez Mesa. En este
taller trabajó en la talla ornamental y escultórica, el
dorado y policromado de la madera. Solamente estuvo poco más de
cuatro meses a las órdenes de D. Domingo Sánchez Mesa. Son
obras de este gran
tallista de la imaginería religiosa granadina: el
Santísimo Cristo de la Expiración (1.943), Jesús
con la Cruz a cuestas (1.943), la Oración de Nuestro
Señor en el Huerto de los Olivos (1.944), Cristo Yacente en el
Sepulcro (1.947).
A
principios del mes de agosto de 1.956, se despidió de D.
Domingo, para iniciar una nueva singladura en su vida personal y
artística. Con 27 años de edad, coge el tren que le llevaría a Cádiz
para embarcar en el “Plus Ultra”, de la Compañía Trasmediterránea,
rumbo a Tenerife. Era su primer y gran viaje fuera de Granada.
Arribó
el barco
al puerto de Santa Cruz de Tenerife el día 14 de agosto de
1.956; y el hombre y el artista quedarán por siempre,
indisolublemente, unidos a la tierra tinerfeña. Dicen que la
tierra curte las pieles de los que la trabajan, y que las almas de sus
hijos permanecen en sus entrañas por los siglos. Antonio ha
curtido su piel morena en la tierra tinerfeña, y su sentimiento
y sensibilidad de artista humanista, permanecerá por
siempre con nosotros.
Antonio,
junto a su
esposa Carmen Giménez Pérez, establecerá su
primera residencia en la isla en la localidad de Tacoronte. Y todos los
días laborables se desplazaba desde Tacoronte a Santa Cruz a
trabajar en el taller de ebanistería que un primo hermano de su
esposa tenía en la calle “Las Flores”, actual
“Sabino Berthelot”.
Al
año de su
llegada a Tenerife, se independizó por cuenta propia
alquilando un local en la calle de Santa Rosa de Lima nº 5 de la
capital, en los bajos de la Clínica Nuestra Señora de La
Merced, frente a la fábrica de cigarros “La
Suprema”. Allí estableció su primer taller. Pronto
los encargos comenzaron a llegar, y el prestigio de Antonio “El
Granadino”, como le apodaron, fue adquiriendo más y
más relevancia debido al reconocimiento de la calidad
artística de sus trabajos. En este taller permaneció
durante quince años, compartiéndolo con su cuñado
Ernesto Giménez Pérez, otro tallista de reconocido prestigio en la isla
tinerfeña.
LA
MACARENA SANTACRUCERA:
Su
primer gran encargo lo recibió del Capitán de
Infantería Rubio, fundador de la “Cofradía de los
Andaluces”, hoy Real Cofradía de Nuestro Padre
Jesús El Cautivo y María Santísima de la Esperanza
Macarena. Los andaluces residentes en la isla tinerfeña, que
tenían una gran devoción por la Macarena sevillana,
quisieron contar con una imagen santacrucera que fuese igualmente
venerada.
A
finales del año
1.958, inicia la obra que entregaría a la
Cofradía en el año 1.959. “La Macarena”,
hermosa talla de vestir en madera policromada, de 165 cm., con esas
transparencias en su rostro que la hacían de tal forma natural,
que su contemplación elevaba a lo sobrenatural, ya desde su
primera salida a hombros de los costaleros, en la Semana Santa de la
capital, penetró en los corazones de todos los santacruceros. La
imagen, primero tuvo su residencia en la Iglesia de Santo Domingo de
Guzmán, más tarde en la Iglesia de San Alfonso
María de Ligorio (Los Gladiolos) y después de unos
años retirada del culto, actualmente, tiene su sede en la
Parroquia Matriz de Nuestra Señora de La Concepción de
Santa Cruz de Tenerife
En
esta gran obra de
arte religioso, se unieron la pasión del artista por la
imaginería religiosa, su sabiduría barroca arrancada de
los talleres granadinos, y el sentimiento y el sentido reflejados en la
talla de la cara y de las manos de la Virgen Macarena. Todo su amor
volcó el artista en la imagen, las manos modeladas de las de su
esposa, las pestañas del cabello de su hija, y las
lágrimas, ¡ay! esas lágrimas que brotan de los ojos
de la Madre por su hijo, de los ojos de todas las madres por sus hijos,
fueron creadas con las jeringuillas empleadas en las inyecciones que
los médicos pusieron a su hija enferma de pulmonía de
apenas un año de edad.
¡Cuánto
fervor!, ¡cuánta admiración y respeto levanta la
Macarena “bailando” encima de los hombros de sus hijas e
hijos en la Semana Santa santacrucera! ¡Cuánta pena en el
corazón de la Madre atravesado por las malagueñas que
desgarran las gargantas y alivian toda alma nacida!
El
sacerdote salesiano,
y poeta, D.
Antonio Márquez Fernández, tan querido y
recordado en las tierras orotavenses, describe y ensalza de esta manera
a La Macarena de La Concepción de Santa Cruz, en su libro
“A las plantas de María”, con este hermoso soneto:
¿Dónde
tu cara y gracia, Macarena
doblada, descubrió tu imaginero?
¿A qué poniente, a qué orto mañanero
la paz hurtó y del color la vena?
¿En
qué azul lago halló tu faz serena?
¿De qué dulce colmena colmenero,
de tus ojos la miel nos dio, reguero
de bonanza y alivio de la pena?
Di
cómo a Santa Cruz de Tenerife,
fecunda en luz, de amores mensajera,
di cuál llegaste, de salud esquife…
¡Eras
astro del cielo de Sevilla,
te desclavó piedad santacrucera
y en el suelo insular tu Lumbre brilla!
A la Macarena santacrucera, vaya otro soneto,
¡por maravilla!:
¡Macarena! ¡Macarena! ¡Macarena!
nombra e implora voz de costalero,
llamada de corazón santacrucero.
Tras diez repiques de campana, con pena,
¡hasta
el cielo!, te levantan, morena,
por la senda de tu Hijo prisionero.
Tus lágrimas, con hálito lastimero,
Madre Esperanza, sublime, serena,
en
noche vernal, las almas reverdecen.
Con delicada malagueña, plegaria,
tu llanto cesa, tus ojos resplandecen.
¡Guapa!
¡Guapa! ¡Guapa!, Luz originaria,
eviterna, las palabras enmudecen,
sutil arrebato, Madre necesaria.
(Joaquín
Flores.- Jueves Santo, abril 2.004)
|