Era frecuente la movilidad de los maestros y músicos de
las capillas por el territorio nacional buscando mejoras profesionales
y salariales. Así, el 20 de julio de 1809, el cabildo borjano licencia
al maestro para ir a concursar al magisterio de capilla de la iglesia
parroquial de Santa María de Tafalla, y e n reunión celebrada el 5 de
agosto siguiente, se da por enterado de un memorial de Nicolás Ledesma,
en el que se despide de su cargo por habérsele conferido el de Tafalla,
quedando a disposición y dando las gracias por los favores con que le
habían distinguido.
Desde
1808, la estratégica ciudad navarra de Tafalla se encontraba ocupada
por el ejército francés. En 1813, tiene lugar su liberación por parte
de las tropas de Espoz y Mina. Al año siguiente, se produce la salida
de los franceses del territorio español, y el regreso de Fernando VII,
retenido en Francia por Napoleón. Fernando “el Deseado”, disuelve las
Cortes derogando toda la normativa constitucional.
Nicolás
Ledesma, a mediados de 1814, concurre a la oposición para
ocupar
la plaza de la maestría de capilla de la Basílica de Nuestra Señora del
Pilar en Zaragoza, de cuyo tribunal formaba parte su maestro Ramón
Ferreñac. No llegó a obtener el puesto, siendo elegido Antonio Ibáñez
Telinga, que ejercía igual cargo en Santa María la Mayor de Borja.
Camilo
Villabaso, otro de los biógrafos de Ledesma, asegura que el
maestro en la época en que Tafalla estaba ocupada “desechó las
reiteradas ofertas que le hizo un aristócrata inglés de marchar con él
a Inglaterra en busca de un porvenir más halagüeño y más seguro del que
podía esperar en su patria,..y a las que hubiera preferido el impetuoso
aragonés tomar un fusil para combatir al lado de las fuerzas británicas
contra el injusto y odioso morador del patrio suelo.” Y no mucho tiempo
después de la liberación de la ciudad, Ledesma, que era clérigo de
primera tonsura o de corona, abandonando definitivamente su idea de
recibir las órdenes sagradas, “fue a poner la lira de Apolo a los pies
de una aguerrida doncella navarra, bella, hacendosa y virtuosísima, con
la que vivió ligado en dichosa y santa unión por espacio de medio
siglo.”
Nicolás
Ledesma se casó el 2 de marzo de 1816, en la parroquia navarra de Santa
María de Valtierra, con Antonia Ancioa Murillo, bautizada
el 11 de junio de 1796 en la iglesia de San Juan Bautista de
Cintruénigo. Era hija de Jerónimo Ancioa y de Manuela Murillo.
Nicolás
y Antonia tuvieron una hija, Celestina Ledesma Ancioa,
bautizada el 8 de abril de 1822 en la parroquia de Santa María de
Tafalla, que también sería compositora y profesora de piano. Ésta se
casó con el organista y compositor guipuzcoano Luis Bidaola
(1814-1872), natural de la localidad de Segura. Bidaola ejerció su
oficio a principios de los años cincuenta en la parroquia de San
Saturnino de Pamplona, y posteriormente en la Basílica de Santiago de
Bilbao.
Entre la
descendencia del matrimonio Bidaola-Ledesma se encontraban: María
Trinidad, que desde muy joven demostraría su buena disposición para el
piano; Severiana, que en 1887 se casaría con el político, periodista y
escritor vizcaíno Enrique de Olea y de la Encina; y otra hija llamada
Sofía. María
Trinidad, contrajo nupcias con Lorenzo Guridi Area, violinista
vasco oriundo de Guernica. Y fruto de ese matrimonio nació en Vitoria,
el 25 de septiembre de 1886, el biznieto de Ledesma, Jesús Guridi
Bidaola, que sería esplendor de la música vasca y española. Jesús
Guridi es autor de las óperas Mirentxu y Amaya,
de las zarzuelas El Caserío y La Meiga,
de las deliciosas Diez melodías vascas, de
conciertos como Homenaje a Walt Disney,
de música de cámara, coral y religiosa. Fue profesor en el
Conservatorio Nacional de Música de Madrid, del que llegó a ser
director desde el 30 de marzo de 1956 hasta su fallecimiento el 7 de
abril de 1961. En fin, sin duda una de las mayores figuras musicales
españolas del siglo XX.
Siguiendo
el hilo cronológico de la vida de Nicolás Ledesma, lo hallamos
desempeñando su cargo en Santa María de Tafalla, consagrado al estudio
de las obras de Johann Sebastian Bach, Haendel, Haydn y de Mozart, su
autor predilecto. Lo hizo con inusitado ardor y perseverancia,
abriéndose un nuevo camino a la inteligencia y talento del maestro. El
músico dio rienda suelta a su genio y compuso muchas obras religiosas,
en las que desprendiéndose cada vez más de la imitación de los grandes
modelos que tenía a la vista, fue imprimiendo el sello de la
originalidad a cuanto escribía, adquiriendo un estilo propio, con una
melodía espontánea, fácil e inspirada brillando ya en primer término.
En
estos años se producen en España luchas internas por el poder entre los
absolutistas realistas o “blancos” y los constitucionalistas liberales
o “negros”. En 1820, Fernando VII se ve obligado a restaurar la
Constitución tras el pronunciamiento de Riego y a otorgar el gobierno a
los liberales, comenzando el llamado trienio liberal. En 1823, queda
abolida otra vez la Constitución de Cádiz y se producen feroces
persecuciones contra los liberales que se mantienen fieles a los
principios constitucionales. Se inicia la llamada “Década ominosa”, en
la que son suprimidas las libertades y derechos del pueblo,
entablándose una sórdida lucha entre los dos partidos, blancos y
negros, absolutistas y liberales.
Esperanza
y Sola escribe lo siguiente: “Discurría lenta y solemnemente
una
procesión por las calles de Tafalla, cierto día de no sé qué año
posterior y cercano al de 1823 (de lo cual deducirá el lector que quien
me ha referido el suceso no estaba muy seguro de la fecha en que
aconteció), cuando un hombre del pueblo, acercándose a un joven
prebendado, que por razón de su cargo y no por tener las órdenes
sagradas (pues que carecía de ellas), vestía hábitos sacerdotales, le
dijo rápidamente unas palabras. No bien las oyó éste, cuando rebujando
como pudo, y más que a paso, la capa de coro en que iba envuelto,
abandonó la fila y apretó a correr como alma que lleva el diablo, no
dándosele un ardite de la falta litúrgica que cometía, y dejando
estupefactos a sus compañeros de cabildo y a cuantos fieles
presenciaban aquella ceremonia religiosa, los cuales no acertaban a
explicarse la causa de aquella salida de tono del maestro de capilla,
ni de la fuga que había emprendido, tan antimusical y contraria a todas
las reglas del arte. El caso, sin embargo, no era para menos. El aviso
de aquella alma piadosa y caritativa no era otro sino que por su causa
la procesión iba a concluirse como el Rosario de la Aurora, gracias a
una turba de mozos que por una de las calles cercanas asomaba ya, y
venía con el pacífico fin de darle una soberana paliza (y aún era de
temer que la cosa pasase a mayores), en castigo del color algún tanto
pardusco de sus opiniones políticas, en aquella época en que blancos y
negros tenían dividida a España, y aquéllos andaban tomando venganza de
cuanto éstos les habían hecho sufrir en los llamados tres años, como
entonces se decía. El héroe de este suceso, cuyo final me es
desconocido, pero que debió hacerse tablas cuando a poco se le vio
ejerciendo de nuevo tranquilamente su prebenda, no era otro que el D.
Nicolás Ledesma, de quien acabo de hacer mención.”
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